Por: Humberto Urquiza Martínez
Morelia, Michoacán, 9 de mayo de 2018.- Hablar de elecciones nos remite a la idea de la lucha por el poder, por obtener el número de votos suficientes para poder ganar los diversos cargos de elección popular, los cuales forman parte de las actividades relacionadas con la función de gobierno. Los partidos políticos y actualmente los candidatos independientes son el camino que se puede usar para acceder a los cargos de elección popular, y en ellos, encontramos las posturas ideológicas para generar condiciones de competitividad y de gobernabilidad. En algunos casos, las posiciones en campañas electorales entre los actores políticos se presentan de forma más radical, en virtud del riesgo o por el deseo de obtener el triunfo electoral, lo que puede generar manifestaciones tan contrarias que pueden rayar en la violencia.
Alcanzar el poder tiene en sí mismo, ciertos elementos de batalla, pero siempre deberá de ser entendida como una lucha institucional enmarcada en el respeto, la tolerancia y el total deseo de contrastar proyectos y propuesta. En ningún caso, podrán ser denostaciones ni amenazas que generan condiciones de increpación política que pueda caer en la intimidación.
Las campañas electorales se entienden como el punto más concreto en el cual, la necesidad de conocer las posturas para convencer al votante, pueden impulsar los deseos del conflicto extremo, lo que puede llevarnos al rompimiento de los parámetros mínimos de convivencia política y social. Es así, que el límite de la violencia, dentro de las elecciones, se puede convertir en extremadamente tenue, lo que en ningún momento justifica que algunos actores puedan caer en esa tentación de rebasar el límite.
Sin embargo, la relación entre elecciones y violencia no se queda en las posturas de los candidatos y partidos, sino que, en últimos años, el fenómeno lacerante de la inseguridad también está teniendo repercusiones en los procesos electorales. Los deseos de algunos grupos delincuenciales de impactar en el sentir social y ensuciar la esencia de los procesos electorales con el fin de tratar de influir en quién puede ganar, o inclusive quién puede perder, para con ello, satisfacer sus intereses ilegales, lo que constituye una posibilidad en la relación entre violencia y procesos electorales, que sin duda en nada ayuda al desenvolvimiento de los comicios.
En ninguno de los casos, la violencia puede ser parte de la cultura de las elecciones, ni mucho menos una estrategia política. La conducción del camino de hacia donde llevar a los procesos electorales, es una responsabilidad de los órganos electorales, sin embargo, si los actores políticos no evitan generar posturas de encono, ningún esfuerzo institucional puede bastar. La gran tarea en el presente proceso electoral, pero sobre todo respecto de la cultura política y social, es evitar que la radicalización de las posturas sea parte de las campañas electorales, pero también debemos encontrar como sociedad, la mejor forma de aislar los fenómenos delincuenciales de las actividades electorales, así como exigir las campañas de propuestas. Ello será imposible si no se gestan estadios de seguridad, más allá de los procesos políticos y electorales.
La transición a modelos electorales de tranquilidad y seguridad, vinculados con participación, será necesaria para poder afianzar la democracia en el Estado y en el País.