Por Jesús Vázquez Estupiñan
–El arte de acompañar–
¿Por qué hay estudiantes que se pueden acercar con natural confianza a sus profesores, comentar asuntos relacionados con la clase, bromear o, incluso, hacer confidencias personales y otros no? ¿Por qué existen profesores que invitan a la espontánea cercanía de sus estudiantes, a la plática informal fuera del salón de clases, a la consulta libre, mientras que otros profesores son temidos y/o rechazados?
Esa comunicación se sustenta en la sencillez y en la humildad del profesor, en su capacidad para aceptarse como una persona que desempeña un rol importante en la vida de sus alumnos, pero que no es, ni cercanamente, el oráculo depositario de la verdad, el conocimiento y la ciencia.
El maestro conocedor de todos los temas y verdades, el que se separa con arrogancia y soberbia de sus estudiantes, por la enorme barrera del conocimiento y la experiencia acumulada a lo largo de años de servicio, está condenado a fracasar en su labor como auténtico educador.
Nada educa y provoca de mejor forma que la confianza y la cercanía; la apertura y la disposición de los estudiantes, que un maestro sencillo, directo y con la humildad para reconocer que no lo sabe todo, pero que lo puede buscar y descubrir junto con sus estudiantes. Es una actitud del profesor, que se transforma radicalmente, del pedestal del conocimiento y de la ciencia, a la igualdad del aprendizaje. La educación del siglo XXI está centrada en qué y cómo se aprende, para desarrollar de qué forma se aplica: “Es el arte de acompañar”. Por ello, nos permitimos citar el relato de “pequeño investigador”:
Un notable investigador, comprometido con la búsqueda de soluciones a diversas problemáticas del mundo, pasaba días enteros trabajando en su laboratorio, intentando encontrar respuestas a un sinfín de dudas y cuestionamientos científicos.
Cierto día, su hijo de 7 años “invadió” su “santuario”, decidido a ayudarlo a trabajar y, en lo posible, aligerarle la carga. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuera a jugar a otro lugar. Viendo que era imposible persuadirlo, el padre pensó en algo que pudiera darle al niño con el propósito de distraerlo. De repente se encontró con una
revista en donde venía el mapa del mundo… con un gesto de certeza pensó: “¡justo lo que precisaba!”.
Tomó unas tijeras, recortó el mapa en varios pedazos y, junto con un rollo de cinta adhesiva transparente, se lo entregó a su hijo diciéndole: “Como sé que te gustan los rompecabezas, te voy a dar este mundo todo roto, para que me ayudes y lo repares; lo importante es que lo hagas tu solo y con mucha calma”. Calculó que al pequeño le llevaría un buen tiempo recomponer el mapa… pero no fue así. De pronto escuchó la voz del niño que lo llamaba con entusiasmo: “¡Papá, papá, ya hice todo, conseguí terminarlo!”
Al principio, el padre no dio crédito a las palabras del niño. Pensó que sería imposible que, a su edad, hubiera conseguido reconstruir un mapa de esas características. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones, con la certeza de que se encontraría con el trabajo propio de un niño de su edad. Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todas las partes habían sido colocadas en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible tal situación? ¿Cómo el niño había sido capaz de lograrlo?
“Hijo, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo pudiste armarlo?”, le preguntó. El niño contestó: “Papá, yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta a los recortes y comencé a recomponer al hombre: cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta a la hoja y vi que había arreglado al mundo”.
Las voces de desaliento parecen predominar sobre la esperanza.
Tendríamos entonces que dar un giro radical y avizorar un horizonte promisorio.
Generar un proyecto de vida que le dé sentido a nuestra existencia, darnos a la tarea de ubicar algunos preceptos fundamentales: La humanidad está integrada por casi ocho mil millones de habitantes; diferentes y singulares. Coincidencias genéticas, como el hecho de ser gemelas, gemelos, parecidos, parecidas y con rasgos muy peculiares por la raza y características étnicas, no modifican la maravilla de ser ¡únicos e irrepetibles en el mundo!
Es importante reconocernos entonces como seres dignos y con valor.
Estamos llamados a definir aquello que es vocación, don, talento y visión.
Un proyecto de vida que le dé dimensión verdadera a nuestra existencia.
Y luego, buscar con convicción la forma de que nuestro esquema y plan de vida sea trascendente, especialmente enfocado en la atención a la humanidad.